En un país que ajusta la ciencia, el pueblo eligió mirar el fondo del mar. La emoción, el conocimiento y la soberanía se volvieron virales.
Durante estos últimos días, en la Argentina pasó algo inusual. La noticia más vista, comentada y compartida no fue un escándalo político, ni un cruce televisivo, ni una medida económica.
Fue un calamar a 2.000 metros de profundidad. Fue una estrella de mar culona. Fue una transmisión en vivo desde el fondo del mar argentino que cautivó a decenas de miles de personas, superando incluso la audiencia de canales de streaming que anunciaban la presencia del mismísimo presidente Javier Milei. No es una metáfora: es una derrota simbólica.
La expedición “Talud Continental IV”, protagonizada por investigadores del CONICET, biólogos, geólogos, oceanógrafos y técnicos, logró —sin gritos ni polémicas— lo que muchos no han podido: movilizar el interés colectivo, generar entusiasmo genuino, y sobre todo, despertar una oleada de orgullo en redes sociales por el trabajo silencioso, perseverante y profundamente valioso de la ciencia argentina.
Miles de personas se volcaron a Twitter, Instagram y YouTube no solo para ver la transmisión, sino para expresar algo que hace tiempo no se veía tan claro: un respaldo masivo, espontáneo y emocionado al sistema científico nacional. No hay campaña, consultora ni pauta que logre ese tipo de conexión humana. Lo que ocurrió fue una verdadera apropiación simbólica del conocimiento como bien común.
Y eso duele en ciertos despachos. Porque mientras el gobierno libertario despliega una ofensiva sin precedentes contra la ciencia y la tecnología —desfinanciando el CONICET, desmantelando organismos, demonizando la inversión pública en I+D—, la sociedad responde con algo inesperado: cariño. Orgullo. Admiración. Hay algo profundamente incómodo en eso para quienes venden la idea de que los científicos son “ñoquis”, que la ciencia es un lujo o que la soberanía tecnológica es una quimera estatista.
La transmisión en vivo desde el buque Falkor Too no fue solo un evento científico. Fue una intervención política, aunque no partidaria. Fue una ocupación simbólica del espacio público por parte de la inteligencia colectiva, en un país que muchas veces la margina. Fue una pedagogía de lo real: mostrar que la ciencia no es un gasto, sino una forma de estar en el mundo.
Y lo que se vio en las redes sociales es también una respuesta a la desinformación sistemática. Mientras algunos repiten que “la gente no se interesa por estas cosas”, la gente mira, comparte, comenta, se emociona. El problema no es la falta de interés. Es la falta de espacio en los medios y la decisión política de invisibilizar.
El éxito de esta transmisión no radica solo en su novedad. Radica en que nos mostró otra Argentina posible: una donde el conocimiento no está encerrado en papers, sino que dialoga con la sociedad. Una donde el asombro vence al cinismo. Una donde el fondo del mar puede, aunque sea por unos días, ganarle al rating del poder.
Y si algo enseña este fenómeno —esta suerte de fervor abisal que conmovió las redes y descolocó a los gurúes del prime time— es que ningún país que se respete a sí mismo puede darse el lujo de despreciar su ciencia. Ni sus científicos. Ni sus sueños.
No existe desarrollo posible sin conocimiento. Ninguna nación que haya salido del atraso lo hizo sin invertir en ciencia y tecnología. Lo saben Corea del Sur, Brasil, Israel, Alemania o China. Lo supo también la Argentina de otros tiempos, cuando el desarrollo era un proyecto colectivo y no una palabra vacía.
Hoy, en un contexto de retroceso planificado, donde el ajuste se disfraza de libertad y la ignorancia se vende como rebeldía, es clave recordar que la ciencia no es un privilegio. Es un derecho. Es el camino. Y es —como acaba de demostrarlo el fondo del mar— también una forma de volver a emocionarnos.
Porque si hay futuro, será con ciencia. Y si hay país, será con los que, en silencio, siguen explorando donde otros solo quieren recortar.
Si llegaste hasta acá tomate un descanso con la mejor música