La reciente suspensión del vuelo 1608, conocido como "Corredor Atlántico", deja expuesto un problema que va mucho más allá de la cancelación de una conexión aérea.
Este vuelo, que unía Buenos Aires, Mar del Plata, Trelew, Comodoro Rivadavia y Río Gallegos con tres frecuencias semanales, era un eslabón vital en la cadena de conectividad de la Patagonia. Su desaparición no solo limita la movilidad de las comunidades que dependen de él, sino que pone sobre la mesa una cuestión mucho más profunda: la viabilidad y el futuro de Aerolíneas Argentinas en el contexto de un posible proceso de privatización.
Javier Milei, en su campaña electoral, fue claro al respecto: su intención es privatizar Aerolíneas Argentinas, junto con otras empresas estatales. Este discurso, que resonó con fuerza en algunos sectores, toca una fibra sensible en la identidad nacional. Aerolíneas no es solo una empresa; es un símbolo de soberanía, un testimonio del esfuerzo por mantener conectadas a todas las regiones del país. Pero más allá del simbolismo, es crucial preguntarnos: ¿Qué implicaría realmente privatizar Aerolíneas Argentinas? ¿Qué impacto tendría en el federalismo y en la vida cotidiana de los argentinos?
La cancelación del vuelo 1608 podría ser un anticipo de lo que vendría bajo un esquema de privatización. Si Aerolíneas estuviera en manos privadas, es razonable pensar que las rutas menos rentables, como aquellas que conectan regiones distantes o de baja demanda, serían las primeras en ser eliminadas. La lógica del mercado es implacable: lo que no genera ganancia, se recorta. Pero, ¿es eso lo que queremos para un país tan extenso y diverso como el nuestro? ¿Estamos dispuestos a aceptar que ciertas regiones queden aún más aisladas, sacrificadas en nombre de la rentabilidad?
La historia argentina nos enseño que las privatizaciones no siempre cumplen con las promesas de eficiencia y modernización que las acompañan. En los años '90, muchas empresas públicas fueron vendidas bajo la promesa de un mejor servicio, pero lo que vimos fue el desmantelamiento de sectores estratégicos y la pérdida de control sobre recursos fundamentales. En este contexto, privatizar Aerolíneas Argentinas podría significar mucho más que una simple transferencia de propiedad; podría ser un paso hacia la desintegración de un país que ya enfrenta profundas desigualdades territoriales.
La conectividad no es un lujo; es un derecho. En la Patagonia, donde las distancias son vastas y las opciones de transporte son limitadas, la suspensión de un vuelo tiene un impacto directo en la vida de las personas. No estamos hablando solo de turismo, sino de acceso a servicios de salud, oportunidades laborales y la posibilidad de que las economías locales se integren al resto del país. Privatizar Aerolíneas podría significar la pérdida de ese derecho para millones de argentinos que dependen de estas conexiones para su vida diaria.
Además, no podemos ignorar el costo simbólico de esta decisión. En un momento en que el federalismo y la equidad territorial están en el centro del debate público, vender la aerolínea de bandera sería visto por muchos como una traición a esos principios. El Estado, que debería ser el garante de la integración nacional, cedería ese papel a intereses privados que, en última instancia, priorizan el lucro sobre el bienestar común. ¿Qué mensaje enviaría esto sobre nuestro compromiso con la idea de una Argentina federal e inclusiva?
Frente a esta encrucijada, la pregunta que debemos hacernos es: ¿Estamos dispuestos a sacrificar nuestra conectividad, nuestra soberanía y nuestra equidad territorial en nombre de la rentabilidad? ¿Es realmente la privatización la solución a los problemas de Aerolíneas Argentinas, o es solo un atajo que podría tener consecuencias desastrosas a largo plazo?
La decisión que tomemos no solo afectará a la Patagonia, sino a todo el país. Porque lo que está en juego no es solo una empresa; es el tipo de país que queremos construir. Y en este sentido, la defensa de Aerolíneas Argentinas no es solo la defensa de una compañía estatal, sino la defensa de una idea de país donde todas las regiones tienen derecho a estar conectadas, a ser parte de un proyecto común. Un país donde el federalismo no es solo una palabra vacía, sino una realidad palpable en la vida diaria de todos los argentinos.
La pregunta final es: ¿Estamos preparados para asumir los costos de una decisión de este calibre? ¿O es momento de repensar nuestras prioridades y fortalecer, en lugar de debilitar, lo público en beneficio de todos?
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