La morosidad en créditos personales y tarjetas no deja de crecer. Según datos oficiales, más del 50 % de los hogares destina entre el 40 % y el 60 % de sus ingresos al pago de deudas. La subsistencia se financia a tasas usurarias.
Pagar con tarjeta de crédito no es novedad. Hacerlo para comprar fideos o leche tampoco. Lo que sí es nuevo, y gravísimo, es el nivel de endeudamiento estructural que enfrentan hoy millones de familias argentinas, con tasas usurarias, salarios pulverizados y ningún margen de recuperación a la vista.
Según el último informe de la Asociación de Bancos Argentinos (ADEBA), la morosidad en los préstamos a personas físicas alcanzó en febrero el 2,9 %, marcando una suba interanual de 0,3 puntos. El foco más preocupante está en las tarjetas de crédito, donde el Banco Central detectó un salto del 2,8 % en marzo, el nivel más alto en tres años. En los créditos personales, la mora ya supera el 4 %, el mayor registro desde junio de 2024.
Lo alarmante no es solo el volumen de deuda. Es el destino: el 58 % de lo adeudado con tarjeta se corresponde con la compra de alimentos, según un informe del Instituto de Estadísticas y Tendencias Sociales y Económicas (IETSE). En un país donde el pan sube cada semana, las tarjetas ya no sirven para comprar televisores. Sirven para subsistir.
La espiral de deuda como modo de vida
El informe del IETSE va más allá: muestra que el 15 % de los hogares tomó nuevas deudas este año, mientras que un 12 % ya venía arrastrando pasivos de años anteriores. Peor aún: el 12 % de las familias tiene más de tres deudas activas, un número que creció 4 puntos en solo un año.
El dato más brutal es este: el 56 % de los hogares destina entre el 40 % y el 60 % —o más— de sus ingresos mensuales al pago de deudas. No hablamos de créditos hipotecarios, ni de préstamos productivos. Hablamos de cuotas de supermercado, adelantos, préstamos personales para pagar servicios básicos.
La combinación de inflación, caída del ingreso real y ausencia total de regulación estatal sobre el sistema financiero genera una tormenta perfecta: las familias se endeudan para vivir, y se empobrecen más al pagar intereses imposibles. No hay forma de salir de ese círculo sin intervención pública.
¿Y el Estado?
El gobierno de Javier Milei promueve una libertad económica que, en los hechos, libera al sistema financiero para devorar lo poco que queda en los bolsillos populares. No hay protección contra la usura. No hay tope a los intereses. No hay control sobre las condiciones de crédito.
La idea de que “el mercado regula todo” es una falacia que se desmorona cuando la deuda de una tarjeta es el precio de la comida del mes. Y cuando la tasa nominal anual roza el 200 %, como ocurre hoy en varias entidades, se convierte en una estafa legalizada.
Ni hablar del riesgo sistémico: un aumento masivo de la mora no solo empobrece a las familias. También compromete la estabilidad del sistema financiero, especialmente en un contexto recesivo. La lógica de ajuste eterno no solo destruye derechos: también destruye mercados.
¿Cuál es el límite?
Cuando endeudarse deja de ser una herramienta para invertir o consumir y se convierte en un requisito para vivir, ya no hablamos de economía. Hablamos de una emergencia social encubierta.
¿Hasta cuándo puede resistir un país donde las familias hipotecan su salario por alimentos? ¿Cuánto más se puede tensar la cuerda sin romper el contrato social?
Lo dijo una vez John Kenneth Galbraith: “El endeudamiento masivo no es una prueba de confianza en el futuro, sino una señal de desesperación presente”.
En la Argentina de 2025, esa desesperación está escrita en cada resumen de cuenta.
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