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Sáb, Abr

Ciencia y Tecnología

Durante décadas, la etiqueta de “hijo único” cargó con un combo de prejuicios y lugares comunes: mimado, solitario, egoísta o, en el mejor de los casos, prodigio académico.

Pero más allá del folclore familiar, la neurociencia empieza a echar luz sobre lo que verdaderamente ocurre en el cerebro de quienes crecieron sin hermanos. Y los resultados no son para nada lineales.

Una investigación de gran escala publicada en Nature Human Behaviour, encabezada por científicos del Hospital General de la Universidad Médica de Tianjin junto a otras instituciones chinas, analizó los efectos neurobiológicos y conductuales de crecer sin hermanos (una condición que denominan GWS, por sus siglas en inglés: “Growing Without Siblings”) en más de 2.300 adultos. El hallazgo más potente: el impacto existe, pero no siempre donde se esperaba.

“Contrariamente a la imagen popular que asocia a los hijos únicos con problemas de conducta o dificultades sociales, hallamos correlaciones positivas entre el GWS y funciones neurocognitivas, así como con indicadores de salud mental”, explicaron Jie Tang y Jing Zhang, autores principales del estudio.

El mapa cerebral del hijo único

Utilizando datos del proyecto CHIMGEN (Chinese Imaging Genetics), los investigadores emparejaron 2.397 personas —mitad con hermanos, mitad sin— con características demográficas casi idénticas. Así lograron aislar la variable del GWS del ruido ambiental.

Los resultados fueron quirúrgicamente específicos:

  • Mayor integridad en las fibras del lenguaje
  • Menor integridad en las fibras motoras
  • Volumen más grande en el cerebelo
  • Volumen cerebral total levemente más bajo
  • Actividad espontánea reducida en zonas frontotemporales

Estos cambios estructurales y funcionales apuntan a una reorganización cerebral particular, que podría estar vinculada al tipo de estímulos y experiencias propias de quienes crecen sin la dinámica fraternal.

¿Condición o contexto?

Aunque algunos titulares podrían apresurarse a hablar de “cerebros distintos” en hijos únicos, el estudio ofrece una visión mucho más matizada. El contexto lo es todo.

“La mayoría de los efectos del GWS sobre el cerebro y el comportamiento adulto ocurren a través de entornos modificables, como el nivel socioeconómico, el cuidado materno y el apoyo familiar”, sostienen los autores.

En criollo: no es tanto la ausencia de hermanos lo que moldea la estructura cerebral, sino los entornos a los que se ven expuestos los hijos únicos —o la falta de ellos. Esto abre una puerta enorme a la intervención y la planificación: si se diseñan entornos ricos en estimulación emocional, social y cognitiva, los posibles efectos negativos del GWS podrían atenuarse o incluso revertirse.

De la anécdota a la política pública

En un mundo que camina —o trota— hacia modelos familiares más reducidos, con países donde el promedio de hijos por mujer ya ronda el 1,2 (como en Corea del Sur o España), estas investigaciones no son solamente curiosidades académicas. Impactan de lleno en la discusión sobre políticas de infancia, urbanismo, salud mental y educación.

En la Argentina, donde los censos comienzan a reflejar un leve pero persistente descenso en el tamaño promedio de las familias, es urgente que estos temas empiecen a colarse en las agendas estatales. Porque si el futuro va a estar habitado mayoritariamente por hijos únicos, convendría que sepamos cómo acompañarlos sin romantizar ni estigmatizar esa realidad.

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