Prisión domiciliaria. Tobillera electrónica. Acceso limitado. Vallas. Policía en la puerta. Pancartas removidas de madrugada. Una exmandataria saludando desde un balcón que molesta más que un acto de corrupción.
Este es el escenario actual en el domicilio de Cristina Fernández de Kirchner, condenada por la causa Vialidad y ahora sujeta a un régimen judicial que ni siquiera tiene antecedentes similares para otros condenados por delitos federales.
“Se me aplica un régimen que no rige para nadie más”, denunció CFK, al advertir las limitaciones que el Tribunal Oral Federal N.º 2 le impuso: sólo puede recibir visitas de familiares directos, abogados o médicos, mientras que el resto debe contar con autorización previa. Un mecanismo burocrático que, en la práctica, funciona como un cerrojo social.
La defensa tuvo que pedir una aclaración para algo tan básico como salir al balcón. El tribunal respondió que podía hacerlo, pero horas después se le colocó una tobillera electrónica. ¿Se trata de una prisión domiciliaria o de una puesta en escena destinada a convertir cada gesto de la expresidenta en una provocación castigable?
Lo simbólico no escapa a nadie. Vallas, patrullas y limpieza exprés de pancartas son señales claras de un operativo con un mensaje político. El mismo que busca domesticar a la figura que lideró durante años al principal espacio opositor.
Desde Mayra Mendoza hasta juristas de renombre señalaron la arbitrariedad del fallo. Porque más allá del cumplimiento legal de una pena, lo que está en juego es la extralimitación judicial como herramienta de disciplinamiento. Una justicia que, en lugar de garantizar derechos, parece ocupada en suprimirlos con sutileza burocrática.
CFK volvió a saludar desde el balcón, como si se tratara de una escena de resistencia. Mientras tanto, en el barrio Constitución, lo que se respira no es tranquilidad vecinal, sino el aire espeso de una democracia donde los símbolos y los gestos son objeto de censura preventiva.
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