Desde que Javier Milei asumió la presidencia, el Estado nacional perdió más de 46.000 trabajadores. Lo dijo el INDEC. No es un editorial, no es una denuncia opositora: son cifras oficiales. Representa una caída del 13,8 % en la planta estatal entre enero de 2024 y julio de 2025.
En algunos sectores, como la administración descentralizada —que abarca agencias, institutos y organismos clave—, el recorte fue aún más severo. En solo un mes, se perdió casi un 1 % del personal. Oficinas vaciadas, delegaciones cerradas, trámites postergados, prestaciones que ya no se cumplen.
El argumento fue siempre el mismo: "no hay plata". La motosierra como símbolo, el gasto público como enemigo. Bajo esa bandera, se ejecutó un ajuste que impactó de lleno en trabajadores, jubilados, estudiantes, pacientes del sistema de salud, usuarios del transporte. El relato fue eficaz: achicar para crecer, cortar para sanar.
Pero a esta altura, es imposible no preguntarse:
¿El ajuste fue una necesidad fiscal o una estrategia de poder?
Porque mientras se despedían empleados públicos, comenzaron a conocerse señales de que lo que se recortaba no era el gasto inútil, sino la parte del Estado que estorbaba al nuevo orden: el que no garantizaba negocios, el que no respondía al mercado, el que todavía tenía algún grado de control o equilibrio.
Y al mismo tiempo, la corrupción no desapareció. Se transformó.
El caso más escandaloso fue el de la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS). Audios, denuncias judiciales y un esquema de supuestas coimas por medicamentos que involucra a funcionarios cercanos al poder. El exdirector, Diego Spagnuolo, habló de retornos millonarios y nombró a la secretaria general de la Presidencia, Karina Milei. Las investigaciones siguen abiertas, pero el daño institucional ya está hecho.
Lo más grave no es solo el hecho puntual. Es el patrón que se repite.
En Santa Cruz, por ejemplo, el titular del PAMI local, Jairo Guzmán, fue denunciado por pedir el 10 % del salario a una trabajadora para mantenerle el puesto. También se lo acusa de nombrar familiares y de utilizar recursos del Estado para fines partidarios.
No son casos aislados. Son señales. El ajuste estructural, lejos de eliminar privilegios, parece estar reorganizando el Estado para beneficiar a quienes ya concentran poder económico o político.
Detrás de cada despido hay una oportunidad para privatizar, tercerizar, cerrar convenios con empresas amigas o canalizar fondos públicos sin controles. El ajuste, más que una poda, fue una redistribución regresiva.
Se despidió a trabajadores, pero no se despidieron los privilegios. Se achicó el Estado, pero se agrandaron los negocios. Y en el camino, muchos comenzaron a ver que el discurso contra “la casta” servía también para encubrir una nueva élite política y empresarial que opera con la misma lógica de siempre, pero con bandera libertaria.
Este no es solo un modelo económico. Es un proyecto de poder y corrupción.
Un esquema donde el Estado se reduce para muchos, pero permanece —y se vuelve rentable— para pocos.
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